Reflexiones sobre la libertad
Javier Úbeda Ibáñez
Cuando se incumple la ley natural, los efectos no son tan aparentes como cuando se incumplen las leyes físicas, pero no son menos destructores
Vienen a nuestra memoria unas lúcidas palabras del Premio Novel doctor Heisemberg: “La libertad de volar consiste en el conocimiento de las leyes de la aerodinámica. De igual modo, la libertad en las decisiones de la vida sólo es posible por la adhesión a normas éticas, y quien pretenda despreciarlas, como si fuesen una coacción, pondría sólo desenfreno en lugar de libertad”. Nos atreveríamos a decir, por nuestra parte, que la verdadera libertad consiste de modo radical en asumir conscientemente el propio ser, tal como se nos es dado. Consiste sencillamente en amarlo; es entonces cuando la ley natural (es expresión de la dignidad y del valor de la persona humana, que se manifiesta tal cual es a través de ella) se asume espontáneamente, sin violencias, con libertad.
No es falta de libertad que el hombre acepte su ser tal cual es. Quien, en aras de la libertad, pretendiese andar sobre las aguas no conseguiría otra cosa que ahogarse. Si esto ocurre en el orden físico, lo mismo sucede en el orden moral. Cuando se incumple la ley natural, los efectos no son tan aparentes como cuando se incumplen las leyes físicas, pero no son menos destructores. Equivale a no alcanzar el desarrollo personal, a envilecerse y degradarse.
Si la más profunda raíz de la libertad consiste en el auténtico amor, en aceptar el propio ser tal cual es por naturaleza, la raíz de la verdadera libertad consiste en asumir consciente y espontáneamente la ley natural.
La libertad sólo es libertad para la práctica del bien, de la verdad, de la justicia y de la belleza. Las leyes permisivas contra natura coartan la auténtica libertad, fomentan la depravación del hombre... Una libertad anárquica no es libertad. Libertad no es capricho, ni instinto, ni fuerza bruta. Una libertad no cimentada en la ley natural se destruye a sí misma, es utópica, quimérica y vaporosa, es libertinaje y anarquía. Toda libertad que se precie de tal tiene que auspiciar la defensa de la ley natural, fomentar valores éticos, humanos, morales, religiosos; primero en la persona, para enraizarla, y luego por contagio a la familia, ayudando al pleno desarrollo, unión, madurez integral de la misma. Esta libertad tiene que promover y apoyar toda libertad que contribuya a este fin, al desarrollo de la propia virtud, y por ende, de la sociedad.
La dignidad del hombre exige que viva en libertad. Por eso todo sistema político que garantice mejor la libertad será un factor de progreso. Pero si ese sistema no respeta los valores morales propios de la dignidad de la persona, la misma libertad queda frustrada, malgastada. Pues el sistema político no es un valor en sí mismo, sino un marco para que el hombre viva de acuerdo con su dignidad.
Una sociedad sana se construye sobre el cimiento de la libertad. Pero luego hay que aportar materiales que no dejen a la intemperie la dignidad del hombre; soluciones que no dejen abierta esa casa de todos a los vientos del egoísmo, de la injusticia o de la degradación. Porque aunque se edifique con toda libertad, si no se respetan los principios arquitectónicos fundamentales, la casa puede acabar hundiéndose hasta los cimientos.
Cuando la libertad humana se ha querido absolutizar, faltándole un fundamento trascendente, la libertad se ha tomado a sí misma como objeto: se ha convertido en una libertad vacía, libertad de la libertad, ley para sí misma, porque es libertad sin otra ley que no sea la explosión de los instintos o la tiranía de la razón absoluta, que viene a ser el capricho del tirano. La libertad humana no es absoluta, sino relativa a una verdad y a un bien independientes de ella, y a los que ella debe dirigirse, aunque puede no hacerlo. Este límite de la libertad no es, en realidad, una cortapisa, sino condición de existencia y de perfección de la libertad misma. Por eso, el derecho –realmente existente- a actuar libremente según las propias convicciones, no es un derecho absoluto, por no ser absoluta la libertad.
La libertad fundamenta una parte principalísima de la dignidad de la persona, que debemos siempre defender. Debe reconocerse al hombre el máximo de libertad, y no debe restringirse sino cuando es necesario y en la medida en que lo sea. Esta necesidad de limitar el ejercicio de la libertad externa –la interna no es propiamente restringible-, sólo puede fundamentarse por el bien común, tutelado según normas conformes al orden moral objetivo.
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